Thomas Merton – Conjeturas de un espectador culpable

THOMAS MERTON En Louisville, en la esquina de la Cuarta y Walnut, en medio del barrio comercial, de repente me abrumó darme cuenta de que amaba a toda esa gente, de que todos eran míos y yo de ellos, de que no podíamos ser extraños unos a otros aunque nos desconociéramos por completo. Fue como despertar de un sueño de separación, de falso aislamiento en un mundo especial, el mundo de la renuncia y la supuesta santidad. Toda esa ilusión de una existencia santa separada es un sueño. No es que cuestione la realidad de mi vocación, ni de mi vida monástica: pero el concepto de “separación del mundo” que tenemos en el monasterio se presenta con demasiada facilidad como una completa ilusión: la ilusión de que haciendo votos llegamos a ser una especie diferente de seres, pseudo-ángeles, “hombres espirituales”, hombres de vida interior, lo que sea. Cierto que esos valores tradicionales son reales, pero su realidad no es de un orden exterior a la existencia diaria en un mundo contingente, ni le da derecho a uno a despreciar a los seglares: aunque “fuera del mundo”, estamos en el mismo mundo que los demás, el mundo de la bomba, el mundo del odio racial, el mundo de la tecnología, el mundo de los mass media, de los grandes negocios, de la revolución, y todo lo demás. Nosotros tomamos una actitud diferente ante esas cosas, pues pertenecemos a Dios, pero todos los demás también pertenecen a Dios. Lo único que ocurre que nosotros tenemos conciencia de ello, y hacemos de esa conciencia una profesión. Pero ¿nos da derecho eso a considerarnos diferentes, ni mejores, que otros? La idea entera es ridícula. Es glorioso destino ser miembro de la raza humana, aunque sea una raza dedicada a muchos absurdos y aunque cometa terribles errores: sin embargo, con todo eso, el mismo Dios se glorificó al hacerse miembro de la raza humana. ¡Miembro de la raza humana! ¡Pensar que el darse cuenta de algo tan vulgar sería de repente como la noticia de que uno tiene el billete ganador de una lotería cósmica! Tengo el inmenso gozo de ser hombre, miembro de la raza en que se encarnó el mismo Dios. ¡Cómo si las tristezas y estupideces de la condición humana me pudieran abrumar ahora que me doy cuenta de lo que somos todos! ¡Y si por lo menos todos se dieran cuenta de ello! Pero eso no se puede explicar. No hay modo de decir a la gente que anda por ahí resplandeciendo como el sol. Eso no quita nada de la sensación y valor de mi soledad, pues de hecho es función de la soledad hacer que uno se dé cuenta de tales cosas con una claridad que sería imposible a cualquiera sumergido por completo en los demás cuidados, las demás ilusiones, y todos los automatismos de una existencia apretadamente colectiva. Mi soledad, sin embargo, no es mía, pues ahora veo cuánto les pertenece a ellos, y veo que tengo una responsabilidad por ella en atención a ellos, no sólo por mí. Por estar unido a ellos les debo a ellos el estar solo, y cuando estoy solo, ellos no son “ellos” sino mi propio yo. ¡No son extraños! Entonces fue como si de repente viera la secreta belleza de sus corazones, las profundidades de sus corazones donde no puede llegar ni el pecado ni el deseo ni el conocimiento de sí mismo, el núcleo de su realidad, la persona que es cada cual a los ojos de Dios. ¡Si por lo menos todos ellos se pudieran ver como son realmente! ¡Si por lo menos nos viéramos unos a otros así todo el tiempo! No habría más guerra, ni más odio, ni más crueldad, ni más codicia… Supongo que el gran problema sería que se postraran a adorarse unos a otros. Pero eso no se pude ver; sino sólo creer y comprender por un don peculiar. Otra vez entra aquí esa expresión, le point vierge (no puedo traducirla). En el centro de nuestro ser hay un punto de nada que no está tocado por el pecado ni por la ilusión, un punto de pura verdad, un punto o chispa que pertenece enteramente a Dios, que nunca está a nuestra disposición, desde el cual Dios dispone de nuestras vidas, y que es inaccesible a las fantasías de nuestra mente y a las brutalidades de nuestra voluntad. Ese puntito de nada y de absoluta pobreza es la pura gloria de Dios en nosotros. Es, por así decirlo, su nombre escrito en nosotros, como nuestra pobreza, como nuestra indigencia, como nuestra dependencia, como nuestra filialidad. Es como un diamante puro, fulgurando con la invisible luz del cielo. Está en todos, y si pudiéramos verla veríamos esos billones de puntos de luz reuniéndose en el aspecto y fulgor de un sol que desvanecería por completo toda la tiniebla y la crueldad de la vida… No tengo programa para esa visión. Se da, solamente. Pero la puerta del cielo está en todas partes. Thomas Merton – “Conjeturas de un espectador culpable”, Ed. Sal Terrae

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