Encuentro de la Fraternidad Cisterciense de Laicos de Santa María de La Oliva: crónica

El inmenso calor de este año no impidió que un puñadito de hermanas y hermanos de la Fraternidad nos diéramos cita en el monasterio, situado en la misma orilla del desierto de las Bardenas navarras. Otros hermanos hubo que, por diferentes motivos, no pudieron estar físicamente presentes allí, pero que están siempre presentes en el corazón y la oración de cada uno de nosotros.

A la hora convenida -las diez de la mañana- nos fuimos congregando en la sala de la chimenea, donde la alegría del reencuentro se desborda, convertida en abrazos y recuerdos compartidos. La comunión lejana se convierte en comunión presente, cercana, encarnada.

Cuando estuvimos todos, nos pusimos manos a la obra. Tocaba empezar el libro de Christian de Chergé “Retiro sobre el Cantar de los Cantares”. Libro que nos acompañará todo el año y que hemos repartido en tres bloques. Esta vez nos tocan los dos primeros “Encuentros”, de los seis en que Christian divide la obra.

Comenzamos con una oración, como siempre y como nos sugiere San Benito en su regla, en la que nos unimos todos los miembros de la Fraternidad, presentes y ausentes, en un instante de silencio, ante la Presencia del Señor.

Después, nos ponemos con la lectio. Hemos elegido en esta ocasión tres textos que el propio libro cita y comenta. El primer capítulo del Cantar; Jeremías 31, 1-7; Apocalipsis 2, 1-7.

Leemos los textos en voz alta, para que resuenen también en nuestros oídos y la palabra penetre con más fuerza en nuestro interior. Para que la fuerza de la Palabra nos inunde por todos los poros y despierte nuestro corazón.

Cuando las palabras callan, es el tiempo de la Palabra. Palabra en el silencio. Un silencio como de media hora, en que cada hermano deja resonar los ecos de la Palabra por los claustros de su interior. Es el Amado en busca de la amada. Es el Señor que está a la puerta llamando…

Transcurrido el tiempo de silencio, cada hermano intenta traducir algo de lo sentido, de lo descubierto, de lo orado. Muchas veces convertir lo vivido en palabras es difícil. Nos quedamos en balbuceos, en suspiros, en frases sin terminar, en metáforas muy tímidas. No lejos de aquel no sé qué que quedan balbuciendo…

Después de recorrida la oración más profunda del círculo de hermanos, cogemos los papeles. En una nueva ronda, cada hermano expone lo que ha ido encontrando en el libro. Aquellos textos que más le han afectado. No se trata de hacer un trabajo erudito, ni bibliográfico, sino de enfrentarnos al libro como a un espejo, que nos devuelva nuestra imagen -y la de los que nos rodean- para encontrar allí, al fondo del paisaje, la Imagen de Dios.

En definitiva, de que el libro nos ayude a acercarnos más y más a Dios, a sus visitas, a los encuentros.

“El Espíritu nos ama y ama en nosotros”. “El amor es silencio; el silencio es amor”. “Somos hijos e hijas del amor”. “O amas o no eres”.” Negar el amor me niega como persona”. “Que el Cantar sea nuestro día a día”.

Son unas pocas, mínimas, de las expresiones que han ido saliendo a lo largo de las meditaciones de todos.

Un hermano va recogiéndolas en un manojo para elaborar una síntesis, que resuma un poco los trabajos de todos. Y luego compartirla también con los ausentes. Son modos y frutos de la comunión fraterna.

La campana del monasterio, lejana y humilde, nos avisa de que es la hora Sexta. Y allí se quedan las hojas y los apuntes, sobre la mesa. Nosotros nos apresuramos hacia el templo abacial para compartir con la Comunidad de monjes la oración.

Pausa necesaria, reposo y paz, para el alma y la mente tensionadas por el trabajo intenso y el compartir de lo profundo.

La comida nos espera después. Por los caminos, es el tiempo de las conversaciones distendidas, de las bromas; el aliño más sabroso de la vida fraterna. La vida fraterna es imposible sin el amor y sin el humor.

Degustadas las viandas que con esmero y cariño nos ofrece el monasterio, es tiempo de Nona, de nuevo en el templo. La penumbra y el frescor del templo nos abrazan, mitigando el sol inmisericorde de afuera. Se quedaría uno allí la tarde entera. Quizá pudiéramos poner tres tiendas…

De nuevo en la sala de trabajo, terminamos las exposiciones de todos, anudamos los flecos pendientes, dialogamos, comentamos unos con otros. Aclaramos unas cosas, matizamos otras, el P. Daniel puntualiza alguna y nos muestra perspectivas que quizá se nos hayan pasado por alto.

Poco antes de las cinco y media damos por terminada la sesión de trabajo. Ahora tenemos un tiempo de Exposición del Santísimo, en la capilla, pequeña pero acogedora, de la hospedería. Aunque hoy demasiado caldeada.

Es tiempo, de nuevo, de silencio.

Alternancia de palabras, de Palabra y de silencio. Clave para el desarrollo del encuentro; clave, en realidad, para el desarrollo de nuestra vida laica cisterciense. No sólo se aprende en los libros; también estos ritmos de los encuentros nos están transmitiendo un mensaje, si sabemos escuchar, si tenemos abiertos los oídos del corazón.

Silencio ante el Amado, que ha venido. Silencio ante el Señor. Silencio encarnado.

La tarde se anuda en las Vísperas con los monjes en el gran templo abacial. La suave cadencia de los salmos se eleva con nuestra oración hacia la bóveda de piedra de la nave y hacia la bóveda del corazón de Dios.

Todas las vicisitudes de la vida del ser humano -y entre ellas, las de cada uno de nosotros-, desde la cosa más cotidiana y simple hasta la tragedia y la desesperación más hondas, se hacen canto y oración en los salmos y en nuestras voces. Comunión de humanidad con todos, a lo largo de todas las épocas. Somos mucho más que nuestro pequeño ego; ahí no somos nada. Pero somos parte de un pueblo que el Señor cuida y ama. Y eso es mucho. Y somos, aún más, la amada del Amado, como nos canta el mejor Cantar. Y eso lo es todo.

La frugal cena, con su rumor melodioso de cubiertos y vasija entrechocando, mientras el sol va cayendo y dando un respiro al calor del cuerpo, nos conducen hasta la hora de las Completas.

Hora de examen y recapitulación del día. Hora de intimidad, fe y descanso.

La Salve, en la oscuridad del templo, corona el día. Dejemos sin palabras lo que las palabras no alcanzan a rozar.

Los monjes por su camino, nosotros por el nuestro; dos hileras de silencios que caminan en la noche que comienza, hacia el reposo.

Para los más madrugadores, el día comienza con las Vigilias. Y el buen pedazo de tiempo en silencio que las continúan.

Hasta Laúdes, cuando nos reunimos todos de nuevo en el templo. El desayuno después y un tiempo abierto para recoger las habitaciones y otros trámites personales que sean necesarios -o, esta vez, un buen paseo con lo fresco del día- nos llevan hasta Tercia. La campana nos recuerda la oración.

Después, otra vez en la sala de trabajo, los hermanos que acudieron como representantes de la Fraternidad al Encuentro de la Asociación Internacional en Ávila nos comunican lo allí acontecido.

Nos trasladan lo que se trabajó y las impresiones personales que fueron recogiendo en aquel encuentro entre hermanos y hermanas, cuyos frutos siempre son frutos de comunión en el Señor. Se trabajó mucho y se preparó el campo para seguir trabajando, que mucho queda.

Se estudiaron las conclusiones del encuentro y se propusieron ideas, que nuestro Coordinador se encargará de transmitir al Comité.

También se compartió un poco de lo mucho que la charla que Cristina Inogés nos dio en el Encuentro de Ávila dejó tras de sí. Una estela larga y honda de propuestas, ideas, dolores y esperanzas que la Sinodalidad está despertando en la iglesia.

Las doce dan volando. A las doce es la Eucaristía del domingo. Ya se ven viniendo las gentes de los pueblos cercanos, que hoy se suman a la celebración.

Si nada dijimos de la salve, qué podemos decir de la eucaristía. Llamada de comunión total; comunión con su Cuerpo y su Sangre; comunión de voluntades; comunión en el Espíritu; comunión entre todos.

Ya el sol luce en todo lo alto cuando salimos del templo, estremecidos, a la vez expandidos e íntimos con el Señor que nos habita y en el que vivimos, nos movemos y existimos. Dios escondido que no ceja de buscarnos y de llamar a nuestra puerta; y al que tantas veces le ponemos excusas para no abrir…

Sexta acuna este tiempo tan especial de después de comulgar. Aún desciende más adentro, más al fondo, si le dejamos. Dejémosle.

Y ya sólo queda la comida fraterna, de gozo y alegría. Conscientes de la bendición que supone para nosotros, que hemos tenido el privilegio y la suerte de haber podido acudir al encuentro. Otros no han gozado de esa suerte. Pero Dios los esperaba en otros lugares, no aquí, hoy. También para los ausentes hay un Encuentro, pero en otro sitio.

Las señales del amor son repetidas. Porque las repetimos y porque son siempre las mismas, y siempre nuevas, como el amor. Desde hace milenios, los abrazos, los besos…

Repetimos los gestos del amor entre hermanos. Las despedidas, los deseos de bien, la esperanza del pronto reencuentro.

Y ya cada cual se sube a su coche, pone rumbo a las calles y a las gentes que lo esperan, y se aleja del monasterio, echando de cuando en cuando un furtivo y fugaz vistazo por el retrovisor, donde el edificio de piedra se va empequeñeciendo poco a poco…

23 al 24 de julio 2022